Cuando Roberto
se acostaba, guardaba el billete de tren debajo de la almohada. Siempre le
echaba un vistazo antes de dormirse.
Salida Madrid
Chamartín. Llegada Lisboa Oriente.
Hacía más de un
mes que lo había comprado con una oferta barata.
El Trenhotel
Lusitania. Un Trenhotel. Él, Roberto Bustamante, iba a ir en un Trenhotel. No
sabía con exactitud lo que significaba la palabrita, pero se había imaginado
tantas veces en el Orient Express de la Christie, sentado en aquellas sillas altas
de comedor, delante de mesas de roble, cubiertas con manteles de hilo, que su
viaje estrella tenía que ser, por lo menos, tan de ensueño como ése.
Lo que había
sacado vendiendo sus chatarritas en el Rastro no le daba para mucho más. Y aún
quería comprarse algo de ropa aparente, unas gafas de montura metálica, dorada
y fina y, por supuesto, una pipa.
Le quedaban
siete días para el viaje. Era un viaje sólo de ida.
En Lisboa le
esperaba “la gloria”. En Madrid le
quedaba la desesperación y algo más. Algo que, sin Roberto saberlo, iba a dar un
giro a su vida esa misma noche. A Roberto le quedaba una bombilla colgando de
un cordón.
E.Q.B.
E.Q.B.
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