olo le
quedaba un cigarrillo, y de los mentolados. Le repugnaba ese tabaco. Bueno,
realmente a estas alturas quedaban pocas cosas sobre la faz de la Tierra que no le repugnasen.
Tenía que fumárselo,
y además, debía durarle cinco idas y venidas por la alameda. Lo tenía
controlado todo: el número de pasos hacia arriba, el momento exacto de
girarse, los mismos pasos hacia abajo, y
así una vez y otra, y cada seis paseítos de éstos, un cigarrillo.
Él, la miraba
desde la ventana rota, y hacia una rayita en el papel cada vez que Eloisa
dejaba escapar un coche. Cada raya, un bofetón. Así estaba establecido.
Le quedaba el
último giro.
Por fin vio aparecer
el coche rojo por la cuesta. Tiró el cigarrillo con rabia, levantó la mano y se
montó.
Desapareció, y
esta vez para siempre.
E.Q.B.
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