Azucena se sentó en la mesa de siempre, esa que hace
esquina en la cafetería de Gran Vía, esa que está junto a la cristalera.
Otro día más de miranda.
"¿Cuántos
pasarán hoy?, ¿Cuántos con el pantalón por debajo del culo enseñando los
calzoncillos? Bueno, si los llevan, porque al del otro día, jajajajaja, se le
veía todo."
"¿Qué te pongo Azucena, lo de siempre? "
Y es que Azucena siempre tomaba lo mismo. Da igual. Lo
mismo.
Y contó los de los vaqueros ajustados con exceso, los que enseñaban el culo y más, las de las medias rotas, las de los tintes imposibles. Aquellos de los pendientes en la nariz. "Parecen vacas". Las tatuadas hasta en el cuello. "¡Qué horror!, como tengan que cogerlas una vía, se van a enterar". Llevaba todos los números anotados en su libreta roja. La que le regaló él.
Y contó los de los vaqueros ajustados con exceso, los que enseñaban el culo y más, las de las medias rotas, las de los tintes imposibles. Aquellos de los pendientes en la nariz. "Parecen vacas". Las tatuadas hasta en el cuello. "¡Qué horror!, como tengan que cogerlas una vía, se van a enterar". Llevaba todos los números anotados en su libreta roja. La que le regaló él.
Él.
El de los pantalones bien puestos, el de los agujeros
justos, el que para tatuajes los lunares.
Él.
Aquel que se despidió a la francesa porque también
besaba a la francesa. Todo lo hacía a la francesa: el amor, lavarse los dientes,
y la tortilla.
Aquel que se llevó todo, como los franceses. Hasta el
alma de Azucena.
Aquel que la otra tarde paseó por la Gran Vía manoseado
a otra Azucena cualquiera, a otra que también marchitará y que acabará sentada
en cualquier mesa esquinera anotando la vida de los otros. Eso sí, en una
libreta azul, que de alguna manera hay que distinguirlas.
E.Q.B.
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