lunes, 20 de marzo de 2017

Palangre...

C
ada vez que miraba su traje de raya diplomática, inspiraba hondo para impregnarse de todos los olores que matizaban sus recuerdos de juventud: el olor a salitre que se mataba de un día para otro, el de la madera vieja y mojada de la barca de pesca o el de los cubos llenos de pijotas.

Eran tantos, que necesitaba unos segundos con los ojos cerrados para poner cada uno en su sitio.

Cuando su madre le enseñó aquel montón de billetes verdes y le dijo: “toma Tino, para que te hagas un buen traje, que sé que lo quieres. Fui juntando lo que saqué de vender la parte del menudeo que te daba el patrón cuando andabas al palangre, y te lo guardé”, Tino -el chimbrín- se quedó de piedra. La adoraba, la reverenciaba, no la podía querer más.

Ahora, con el paso de los años, aquella figura menuda continuaba dándole sentido a su vida. Ni así su traje se deshiciera en pedazos. Nada, nada le robaría un suspiro diario por ella.
E.Q.B.

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