ada vez que miraba su traje de raya diplomática,
inspiraba hondo para impregnarse de todos los olores que matizaban
sus recuerdos de juventud: el olor a salitre que se mataba de un día
para otro, el de la madera vieja y mojada de la barca de pesca o el
de los cubos llenos de pijotas.
Eran tantos, que necesitaba unos segundos con los
ojos cerrados para poner cada uno en su sitio.
Cuando su madre le enseñó aquel montón de
billetes verdes y le dijo: “toma Tino, para que te hagas un buen
traje, que sé que lo quieres. Fui juntando lo que saqué de vender
la parte del menudeo que te daba el patrón cuando andabas al
palangre, y te lo guardé”, Tino -el chimbrín- se quedó de
piedra. La adoraba, la reverenciaba, no la podía querer más.
Ahora, con el paso de los años, aquella figura
menuda continuaba dándole sentido a su vida. Ni así su traje se
deshiciera en pedazos. Nada, nada le robaría un suspiro diario por
ella.
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