viernes, 31 de marzo de 2017

La Bombilla...(Parte II)

Cuando Roberto se acostaba, guardaba el billete de tren debajo de la almohada. Siempre le echaba un vistazo antes de dormirse.
Salida Madrid Chamartín. Llegada Lisboa Oriente.
Hacía más de un mes que lo había comprado con una oferta barata.
El Trenhotel Lusitania. Un Trenhotel. Él, Roberto Bustamante, iba a ir en un Trenhotel. No sabía con exactitud lo que significaba la palabrita, pero se había imaginado tantas veces en el Orient Express de la Christie, sentado en aquellas sillas altas de comedor, delante de mesas de roble, cubiertas con manteles de hilo, que su viaje estrella tenía que ser, por lo menos, tan de ensueño como ése.
Lo que había sacado vendiendo sus chatarritas en el Rastro no le daba para mucho más. Y aún quería comprarse algo de ropa aparente, unas gafas de montura metálica, dorada y fina y, por supuesto, una pipa.
Le quedaban siete días para el viaje. Era un viaje sólo de ida.
En Lisboa le esperaba “la gloria”. En Madrid le quedaba la desesperación y algo más. Algo que, sin Roberto saberlo, iba a dar un giro a su vida esa misma noche. A Roberto le quedaba una bombilla colgando de un cordón.
E.Q.B.

jueves, 30 de marzo de 2017

El Dolor...

H

ay momentos en la vida en que todo se encoge. Es tan grande el dolor que hasta dejas de sentirlo, para no sentir nada a cambio. Y te convences de que todo pasa, y te lo crees. Hasta que una mañana notas que justo, justo, en el centro del pecho, tienes un agujero que  no hay lágrimas que lo rellenen y su existencia es tan punzante, que al final recurres al algodón, a ver si así se tapa. Al algodón de las palabras amorosas de quienes te quieren, al algodón de los abrazos más deseados, al algodón de los besos más suplicados. Pero ahí, en el fondo de ese agujero, hay algo que te recuerda que las palabras, los abrazos y los besos de quién se ha ido para siempre ya nunca vuelven. ¡Ay! Es entonces cuando decides volar para lograr alcanzarlos. 
E.Q.B.

miércoles, 29 de marzo de 2017

La Bombilla... (Parte I)

Desde el centro del techo de la habitación bajaba  el cordón que sujetaba la única bombilla que había en la casa. Para Roberto, el cambiar de habitación por la noche suponía trasladarse con la bombilla. La última vez  se dejó la piel de tres dedos, así que pensó en no cambiar de habitación nunca más.
Se puede decir que la unicidad de aquella bombilla le obligaba a prescindir del resto de estancias. Reunió lo preciso para vivir y lo distribuyó en círculos.
 Alrededor del camastro dispuso su ropa: una chaqueta azul, un pantalón marrón unos calcetines “sin tomates” y las deportivas blancas. Al fondo a la derecha su toilette: un orinal. A la izquierda la cocina: un plato y un cuchillo. El centro lo ocupó con la mesa y la silla. Colocó los doscientos libros apilados que aún le permitían soñar y el billete de tren.
E.Q.B.

martes, 28 de marzo de 2017

El cambio...

No quiero volver a verte nunca más”, fueron las últimas palabras pronunciadas por Ramón Cortázar a su exjefe.

Cambió su lujosa vida de bróker por la de ermitaño, tras conseguir el puesto vacante en una ermita de los Alpes suizos.
En su nuevo trabajo no había calefacción, ni agua corriente, ni internet y por supuesto, no tenía sueldo.

Llevaba un año sobreviviendo en aquellas condiciones y, definitivamente, era su ideal de vida.

Lejos quedaban el estrés de los números y las vueltas de silla giratoria, y desde hacía cinco meses tampoco se le aparecía la lucecita amarilla que alumbraba las latas de cerveza del frigorífico. Sin embargo, Ramón aún soñaba con porciones de pizza.
E.Q.B.

sábado, 25 de marzo de 2017

El Secreto...

E
l armario donde acababa de encerrar a su muñeca se agitó sobre sus cuatro patas, y de la luna central salió la cabeza, sin orejas, vomitando los ojos de la muñequita.
Andrea los recogió del suelo mientras sentenciaba: -Eso te ha pasado por portarte mal, ya no serás más mi muñeca-, y los guardó en el cesto con todas las otras partes vomitadas.
Al final del pasillo, el bebé de la casa gateaba con el osito preferido de Andrea en la boca.
-Devuélvemelo, que es mío. Lo vas a romper
Su hermanito gateaba más y más deprisa.
-Ven, Alex, bonito, verás que cosas más chulis hay en mi armario
E.Q.B.

viernes, 24 de marzo de 2017

La historia de Ana María...

C
uando Ana María se quiso dar cuenta, ya era casi de noche. Las farolas de la calle estaban encendidas y los charcos del suelo reflejaban su luz amarilla. Llevaba sentada en la marquesina desde las cinco de la tarde. 
Esperando. Realmente esperando nada.
Cada vez que hacía un resumen de su vida la primera palabra que se asomaba a su mente era precisamente esa: esperar. Se pasaba la vida esperando. Esperaba que sonara el despertador para levantarse, esperaba que sonara la cafetera, esperaba que el agua de la ducha estuviera caliente, esperaba el autobús, esperaba que no la regañasen en el trabajo por llegar algo tarde, esperaba que su teléfono vibrara y al final esperaba que fuera él.

Y ahora estaba allí, sentada más de tres horas, esperando un coche blanco que al acercarse encendiera los dos intermitentes. ¿Cómo se llamaba eso?, Ah, si, warning. Se había quedado casi ciega de mirar las luces de los coches que bajaban. Habían pasado dos mil coches blancos, calculaba ella, pero ninguno había parado en la marquesina.
Casi no quedaba nada del rizado de pelo y ya se había comido el pintalabios. Miró el reloj, las nueve de la noche. Seguía esperando. A la nada. Porque Ana María sabía que nadie iba a aparecer. Que en el aquel coche blanco ya se montaba otra. Aquel coche blanco por el que tanto había esperado para poder comprarse, mejor dicho, para poder comprárselo a él, porque el coche blanco lo había pagado ella. Lo estaba pagando ella.

Con ésta eran sesenta y cinco las mujeres que se habían sentado a su lado; y hombres, setenta y dos. Y eso desde que empezó a contar a las siete. Ninguno se repetía. Todos tenían un destino, un sitio al que ir, alguien a quien esperar o que les esperaba. Otra vez la palabrita, sólo que esta vez había un “alguien”. Ella esperaba a “nadie” y “nadie” la esperaba a ella.
Las nueve y cuarto. Miró el teléfono. Él no se conectaba al whatsapp desde las cuatro de la tarde. Le había dejado diez llamadas perdidas. Le haría la última y se marcharía a casa.

Dignidad, dignidad, dignidad. No dejaba de oírlo. ¿Dónde está tu dignidad, Ana María? Veía la cara de su madre diciéndole eso mismo cada vez que se enteraba de que su hija volvía a dar el primer paso para arreglar las cosas. Una persona sin amor propio no es nada, Ana María. Otra vez su madre. Y la encorajinaba muchísimo porque sabía que tenía razón, pero ¿cómo explicarle que lo necesitaba, que dependía de él, que estaba acostumbrada a él? Y se ponía de los nervios, porque ella misma se respondía. ¿Necesitarlo para qué? No había nada en su día a día que él le pudiera solucionar. Hacía tiempo que ella se resolvía sus cosas. Tenía un trabajo paga-facturas, es verdad, pero lo tenía al fin y al cabo. Tenía un techo, y cosas debajo de él con las que ir viviendo. Calor en invierno y aire acondicionado en verano. No dependía de él en absoluto. Y ¿cómo se acostumbraba una a sus desplantes? ¿a sus aires de grandeza? ¿a sus humillaciones continuas? Tenía respuesta para todas sus preguntas y siempre era la misma: Ana María, este tipo no merece la pena. Pero…. Había sido el primero. El primero en reirle sus gracias, el primero en regalarle flores, y aquellos pendientes de oro. En llevarla a una discoteca y hacerla sentir la dueña de la pista. El primero en decirle que era la princesa más guapa y que él la convertiría en reina.

¿Dónde estaban aquellos tiempos? ¿Qué falló? Ella no creía haber bajado el listón. Se seguía arreglando para él, más que para ella. Le cumplía todos sus caprichos. Uno de los últimos fue el BMW blanco con aquellas llantas que dispararon el precio, más aún si cabía. Hacía poco la dijo pasando por Presmanes, la relojería de Castelló: “mira cómo luce ese Dupont”. Hacía ya dos semanas que se lo había dado y doce mensualidades que también tenía a las espaldas. Por fin apareció, estaba buscando la excusa perfecta que justificara su presencia en aquella marquesina después de cinco horas de plantón. No le podía decir “ahí te quedas, Alberto”, porque tenía recibos que pagar al mes de cosas que él disfrutaba. Claro, eso no se lo decía a su madre. Ni a su madre ni a nadie, porque se sabía la mujer más tonta del mundo mundial. Así que, se concluía a sí misma, a esperar toca Ana María.
Le llamó, cinco, seis tonos y nada. Le mandó el whatsapp número ochenta y siete de la tarde.
Le pitó el teléfono. Adiós batería. “Me tengo que ir a casa corriendo a cargar el móvil, no sea que me llame”. Esta vez el péndulo de la excusa iba a favor. Y corrió a su casa desesperada, deseando que al encenderlo de nuevo saltase el nombre de Alberto y el corazón que le había puesto de perfil. Y así fue. Cuando llegó, sin siquiera quitarse el abrigo, buscó el cargador y lo enchufó, metió el pin y sonó el silbidito. Había whatsapp. Bajó la pantalla y vio que era de Alberto. No le apetecía contestar ninguno más. Lo abrió con ansia, “cómo diga ahora que viene a buscarme, se va a enterar, le va a caer una encima que va a desear no haber nacido”. Pero por el contrario se quedó muda, los ojos como platos. Lo leyó y releyó un montón de veces.

“No quiero saber nada más de ti. No me llames, no me escribas, no me busques”
¿Cómo? Espera, espera, ¿Qué? Pero, ¿qué está pasando? A ver, a ver. Le llamó de nuevo y esta vez Alberto colgó la llamada.

Le mandó un whatsapp:

- ¿Pero k dices?, ¿te has vuelto loco? Alberto, cari, todo tiene solución, no te entiendo. Anda, tonto, k te habrás equivocado o habrás dormido mal. Eso es seguro. Te quedaste durmiendo la siesta y te despiertas de mal humor.

Esperó un rato en línea, pero Alberto ni siquiera los leía.

Y en la pantalla vio el nombre de Juanan, Juan Antonio, el compañero de la oficina, ¿qué querría a esas horas? No la apetecía nada contestarle. Esperó a que acabara la llamada. Volvió a sonar de nuevo. Y otra vez, y otra. ¡Dios, qué insistente!
Juan Antonio era un buen tipo, de esos que todas las madres quieren para sus hijas, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni feo ni guapo, simpático pero sin pasarse y muy atento. Pero ya estaba pillado. Por Piluca, la niña bien de toda la vida que cae fatal a todas las chicas y demasiado bien a todos los chicos. Volvió a sonar. Esta vez lo cogió.
-¿Dime Juanan?
-¿Qué haces? 
- Aquí en casa, acabo de llegar. Juanan, no es un buen momento, dime que querías
-Tengo que hablar con alguien. Necesito hablar contigo. Es Piluca, habíamos quedado y no se ha presentado. La he estado llamando y nada, y no lee los whatsapp. Llevamos un tiempo raros, pero me parece que esta vez algo no va bien. Me han dicho que la han visto con un tipo alto y moreno montándose en un coche blanco. 
-¿Ah, si?
- Necesito hablar contigo Ana, necesito consejo tuyo 
-Pues a buen sitio has ido a dar con tus huesos. En estos momentos no te valgo de mucho Juanan.
-¿Puedo ir a verte?, ¿estás sola? 
-Sí, estoy sola y no, no es buena idea que vengas a verme. Juanan yo estoy pasando por una situación parecida. Alberto tampoco se ha presentado a nuestra cita de esta tarde y ya me ha dicho que me olvide de él. Aún no lo acabo de asimilar.
-¿Pero qué dices? Voy a tu casa ahora mismo. Si no me abres me da igual. Y colgó.

Ana María se quedó mirando el teléfono un rato, ¿le apetecía hablar con juanan?, ¿le apetecía oírle? Lo del consuelo comunitario nunca le había llamado mucho la atención. Ella lo que de verdad quería era hablar con Alberto. Piluca y un coche blanco le daban avisos en alguna parte de su cerebro. ¡Qué tontería, imposible, una coincidencia! Piluca, Piluca. Recordó aquella vez que vio escritas las letras UCA en un papel roto en el suelo del coche. ¡Ay, Dios mío! Se le empezó a revolver el vientre. Tenía que ir al baño. No podía ser. Necesitaba hablar con Alberto de inmediato. Dignidad, dignidad, dignidad. Otra vez su mamaíta.

Y entonces se miró al espejo. Vio a una persona sin perfiles, sin vida en los ojos y con unos hilos que salían de sus hombros y la impedían decidir el movimiento:

“Mira Ana María. Este es el reflejo de tu alma. Un alma cautiva de los antojos de otro ser”. Déjate de dignidad y de chorradas de madres. Lo peor, lo peor, te lo aseguro, es no ser dueña de ti misma. No tener voluntad. La libertad es lo más grande que tienes simplemente por nacer. No dejes que nadie te la arrebate. Tu alma nació libre, fue libre, y debe ser libre. Tú deseas esa libertad. Te corresponde por derecho. No permitas que nadie la viole. Tómala. Es tuya. Te corresponde"

Entonces le llamó de nuevo y esta vez le dejó un mensaje en el buzón de voz
“Alberto, entiendo que quieres cortar conmigo. No te puedo obligar. Por favor, vete diciéndome cuándo quedamos para que me devuelvas el coche y el reloj. El resto te lo quedas”
Esta vez si hubo contestación por whatsapp:
-Perdona? Esas dos cosas son mías. Tengo unos papelitos k lo demuestran. Yo no tengo la culpa si te empeñas en pagar tú todo. Olvídate del coche, del reloj y de mi. Besitos dulces, amor.



¿Voces en su cabeza? ¿Sombras en el saloncito? ¿Ruidos en el pasillo? No. Lo que Ana María oía eran risas y risas, pero risas a gritos. Y lo que veía eran señores desnudos que bailaban en corro dejándola a ella en medio. Se volvió a mirar en el espejo y ya solo había oscuridad. Ni el alma, ni los hilitos. Nada. Todo se hacía de noche y de día a la vez. Se cogió del pelo, ya sin rizos, y tiró y tiró hasta que el dolor fue insoportable. Fue a la cocina, abrió el armarito de arriba, el de todas los chismes y cogió el frasquito. Ese con unas cosas que su madre le decía de pequeña: “Ana María, que esto no son caramelos, eh” y se los tragó todos. Enterito. Se sentó con la espalda contra la pared y las piernas estiradas y cerró los ojos. Llevaba el abrigo aún puesto. Tuvo tiempo para pensar “¿de qué me valió la espera?, él me robó el alma”

Y se hizo de noche en toda ella. Se dejó de oir respirar a sí misma. Notó que un hilito de saliva le corría de la comisura de los labios al cuello. Ya no esperaría nunca más. Ya no amaría nunca más. Y ya no sintió nada más.
Cuando Juanan llegó al piso de Ana María, vio luz por debajo de la puerta. Llamó al timbre y esperó. Llamó otra vez, por si acaso. Nada.
-¿Ana?, ¿Ana, me abres?. 
En una aspidistra del descansillo, Ana María guardaba una copia de las llaves, por si algún día pasaba algo. Juanan lo sabía de la última vez que la acompañó después de la cena de Navidad, y ella no podía encontrar las llaves en su bolso. Cogió la llave y abrió.
-¿Ana? ¿Estás en el baño?

Dio los primeros pasos hacia el baño y al pasar por la cocina vio la figura de Ana torcida hacia el suelo.
-Pero Ana, Dios, Ana, Joder, joder, Ana coño, Ana. … Ana…Levántate Ana, vamos, camina, camina. No puedo contigo Ana. Por Dios, te lo pido por Dios. ¿Qué hago? Ayúdame Ana, abre los ojos, por favor, por favor te lo pido.

La abrazaba y la zarandeaba a la vez. Vio el frasco de pastillas en la mesa. Tenía que llamar al 112. No podía ser tarde. No podía ser.
-Hazla vomitar si puedes. Métela una cuchara en la garganta, pero que vomite. ¿Respira? súbele los brazos, échale la cabeza hacia atrás para que entre bien la cuchara y consigue que vomite.
Eran tantas órdenes a la vez... Le dio un buen bofetón. Le abrió la boca como pudo y le metió la cuchara hasta el fondo. Le dio un puñetazo en el pecho. La escuchó. Él no oía nada. Otra vez lo repitió. “La voy a hacer daño en la garganta pero, ¿qué importa?" 
Y otra vez, y otra. “Ayúdame Dios mío, ayúdame”.Y allí apareció la ayuda en forma de espuma. La que le salía a Ana por la boca; espuma de color rojo mezclada con trozos blancos, a la vez que el 112 llamaba a la puerta.
-Me cago en diez, joder. Por favor, por favor doctor, sáquela de ésta. 
Juan Antonio salió de la cocina para que los sanitarios pudieran hacer bien su trabajo. Desde el pasillo la oyó toser. Poco más.

No pensaba irse a ningún sitio. Estaba donde debía estar. Es más, donde quería estar. Tanto tiempo a su lado en la oficina y no se había dado cuenta de lo importante que era esa mujer en su vida hasta este momento. Si ella se iba se llevaba algo fundamental de él. Sus risas del café de la mañana; sus lágrimas cuando el déspota del jefe la ponía a caldo; sus bailes sin ritmo en las fiestas y, sobre todo, ese amar desinteresado que él bien conocía. Es que lo conocía. Y ahora se daba cuenta de que lo anhelaba. 
"Ana, por favor, vuelve enterita y quédate conmigo” 
Cuando le dijeron que podía pasar, Ana estaba en el suelo, rodeada de plásticos plata y dorados, con los ojos abiertos, y por fin le sonrió.
El se acercó, y le cogió la mano. Se la acercó a los labios y la besó intensamente.
-Ana, ni mil Pilucas me podrían compensar de tu pérdida. 
-Juanan, vaya trabajito que te espera conmigo.
E.Q.B.

jueves, 23 de marzo de 2017

La rendición...

E
sta mañana, Raúl no ha dudado en ponerse el “horrible” pantalón que Samuel le regaló en Navidad, y saltarse todos sus cánones de estilismo; recorrerse siete estaciones de metro hasta donde sabe que Samuel se escapa, y pisotear la escombrera que da acceso a la calle principal del poblado. Lo que sea con tal de llevarlo consigo a casa.
Ha soportado las miradas amenazantes de los “sheriffs”, y las desafiantes de “las coristas”, que es como él llama a los habitantes de aquel barrio “invivible”. Al fin, lo ha encontrado tumbado en un sofá destartalado, y con un cigarrillo apagado en la boca.
“Llevo puesto el pantalón, tú ganas”.

Lo ha besado amargamente.
E.Q.B.

La decisión...

Se asomó sola por la escotilla para ver amanecer. 
Por sus dedos, se deslizaban las cuentas del rosario de madera que se llevó cuando abandonó el convento. 
-Tercer misterio, dijo, y elevó la mirada al cielo buscando una señal cómplice. “Si veo una nube, una sola, es que he hecho lo correcto, y si veo dos, es que me va a salir todo bien”. 
Al volver sus ojos a las cuentas, atisbó,  en el horizonte, dos cuerpos plateados que se zambullían para volver a salir, con movimientos sincronizados perfectos. 
-Una hembra y su cría, pensó.
Se acarició el vientre. 
Tú y yo también nadaremos juntas, cariño.
E.Q.B.

La historia de Azucena...

Y

  Azucena se sentó en la mesa de siempre, esa que hace esquina en la cafetería de Gran Vía, esa que está junto a la cristalera.
Otro día más de miranda.
 "¿Cuántos pasarán hoy?, ¿Cuántos con el pantalón por debajo del culo enseñando los calzoncillos? Bueno, si los llevan, porque al del otro día, jajajajaja, se le veía todo."
"¿Qué te pongo Azucena, lo de siempre? "
Y es que Azucena siempre tomaba lo mismo. Da igual. Lo mismo. 
Y contó los de los vaqueros ajustados con exceso, los que enseñaban el culo y más, las de las medias rotas, las de los tintes imposibles. Aquellos de los pendientes en la nariz. "Parecen vacas". Las tatuadas hasta en el cuello. "¡Qué horror!, como tengan que cogerlas una vía, se van a enterar". Llevaba todos los números anotados en su libreta roja. La que le regaló él.
Él.
El de los pantalones bien puestos, el de los agujeros justos, el que para tatuajes los lunares.
Él.
Aquel que se despidió a la francesa porque también besaba a la francesa. Todo lo hacía a la francesa: el amor, lavarse los dientes, y la tortilla.
Aquel que se llevó todo, como los franceses. Hasta el alma de Azucena.
Aquel que la otra tarde paseó por la Gran Vía manoseado a otra Azucena cualquiera, a otra que también marchitará y que acabará sentada en cualquier mesa esquinera anotando la vida de los otros. Eso sí, en una libreta azul, que de alguna manera hay que distinguirlas.
E.Q.B.