C
uando
Ana María se quiso dar cuenta, ya era casi de noche. Las farolas de
la calle estaban encendidas y los charcos del suelo reflejaban su luz
amarilla. Llevaba sentada en la marquesina desde las cinco de la
tarde.
Esperando. Realmente
esperando nada.
Cada
vez que hacía un resumen de su vida la primera palabra que se
asomaba a su mente era precisamente esa: esperar. Se pasaba la vida
esperando. Esperaba que sonara el despertador para levantarse,
esperaba que sonara la cafetera, esperaba que el agua de la ducha
estuviera caliente, esperaba el autobús, esperaba que no la
regañasen en el trabajo por llegar algo tarde, esperaba que su
teléfono vibrara y al final esperaba que fuera él.
Y
ahora estaba allí, sentada más de tres horas, esperando un coche
blanco que al acercarse encendiera los dos intermitentes. ¿Cómo se
llamaba eso?, Ah, si, warning. Se había quedado casi ciega de mirar
las luces de los coches que bajaban. Habían pasado dos mil coches
blancos, calculaba ella, pero ninguno había parado en la marquesina.
Casi
no quedaba nada del rizado de pelo y ya se había comido el
pintalabios. Miró el reloj, las nueve de la noche. Seguía
esperando. A la nada. Porque Ana María sabía que nadie iba a
aparecer. Que en el aquel coche blanco ya se montaba otra. Aquel
coche blanco por el que tanto había esperado para poder comprarse,
mejor dicho, para poder comprárselo a él, porque el coche blanco lo
había pagado ella. Lo estaba pagando ella.
Con
ésta eran sesenta y cinco las mujeres que se habían sentado a su
lado; y hombres, setenta y dos. Y eso desde que empezó a contar a
las siete. Ninguno se repetía. Todos tenían un destino, un sitio al
que ir, alguien a quien esperar o que les esperaba. Otra vez la
palabrita, sólo que esta vez había un “alguien”. Ella esperaba
a “nadie” y “nadie” la esperaba a ella.
Las
nueve y cuarto. Miró el teléfono. Él no se conectaba al whatsapp
desde las cuatro de la tarde. Le había dejado diez llamadas
perdidas. Le haría la última y se marcharía a casa.
Dignidad,
dignidad, dignidad. No dejaba de oírlo. ¿Dónde está tu dignidad,
Ana María? Veía la cara de su madre diciéndole eso mismo cada vez
que se enteraba de que su hija volvía a dar el primer paso para
arreglar las cosas. Una persona sin amor propio no es nada, Ana
María. Otra vez su madre. Y la encorajinaba muchísimo porque sabía
que tenía razón, pero ¿cómo explicarle que lo necesitaba, que
dependía de él, que estaba acostumbrada a él? Y se ponía de los
nervios, porque ella misma se respondía. ¿Necesitarlo para qué? No
había nada en su día a día que él le pudiera solucionar. Hacía
tiempo que ella se resolvía sus cosas. Tenía un trabajo
paga-facturas, es verdad, pero lo tenía al fin y al cabo. Tenía un
techo, y cosas debajo de él con las que ir viviendo. Calor en
invierno y aire acondicionado en verano. No dependía de él en
absoluto. Y ¿cómo se acostumbraba una a sus desplantes? ¿a sus
aires de grandeza? ¿a sus humillaciones continuas? Tenía respuesta
para todas sus preguntas y siempre era la misma: Ana María, este
tipo no merece la pena. Pero…. Había sido el primero. El primero
en reirle sus gracias, el primero en regalarle flores, y aquellos
pendientes de oro. En llevarla a una discoteca y hacerla sentir la
dueña de la pista. El primero en decirle que era la princesa más
guapa y que él la convertiría en reina.
¿Dónde
estaban aquellos tiempos? ¿Qué falló? Ella no creía haber bajado
el listón. Se seguía arreglando para él, más que para ella. Le
cumplía todos sus caprichos. Uno de los últimos fue el BMW blanco
con aquellas llantas que dispararon el precio, más aún si cabía.
Hacía poco la dijo pasando por Presmanes, la relojería de Castelló:
“mira cómo luce ese Dupont”. Hacía ya dos semanas que se lo
había dado y doce mensualidades que también tenía a las espaldas.
Por fin apareció, estaba buscando la excusa perfecta que justificara
su presencia en aquella marquesina después de cinco horas de
plantón. No le podía decir “ahí te quedas, Alberto”, porque
tenía recibos que pagar al mes de cosas que él disfrutaba. Claro,
eso no se lo decía a su madre. Ni a su madre ni a nadie, porque se
sabía la mujer más tonta del mundo mundial. Así que, se concluía
a sí misma, a esperar toca Ana María.
Le
llamó, cinco, seis tonos y nada. Le mandó el whatsapp número
ochenta y siete de la tarde.
Le
pitó el teléfono. Adiós batería. “Me tengo que ir a casa
corriendo a cargar el móvil, no sea que me llame”. Esta vez el
péndulo de la excusa iba a favor. Y corrió a su casa desesperada,
deseando que al encenderlo de nuevo saltase el nombre de Alberto y el
corazón que le había puesto de perfil. Y así fue. Cuando llegó,
sin siquiera quitarse el abrigo, buscó el cargador y lo enchufó,
metió el pin y sonó el silbidito. Había whatsapp. Bajó la
pantalla y vio que era de Alberto. No le apetecía contestar ninguno
más. Lo abrió con ansia, “cómo diga ahora que viene a buscarme,
se va a enterar, le va a caer una encima que va a desear no haber
nacido”. Pero por el contrario se quedó muda, los ojos como
platos. Lo leyó y releyó un montón de veces.
“No
quiero saber nada más de ti. No me llames, no me escribas, no me
busques”
¿Cómo?
Espera, espera, ¿Qué? Pero, ¿qué está pasando? A ver, a ver. Le
llamó de nuevo y esta vez Alberto colgó la llamada.
Le
mandó un whatsapp:
-
¿Pero k dices?, ¿te has vuelto loco? Alberto, cari, todo tiene
solución, no te entiendo. Anda, tonto, k te habrás equivocado o
habrás dormido mal. Eso es seguro. Te quedaste durmiendo la siesta y
te despiertas de mal humor.
Esperó
un rato en línea, pero Alberto ni siquiera los leía.
Y
en la pantalla vio el nombre de Juanan, Juan Antonio, el compañero
de la oficina, ¿qué querría a esas horas? No la apetecía nada
contestarle. Esperó a que acabara la llamada. Volvió a sonar de
nuevo. Y otra vez, y otra. ¡Dios, qué insistente!
Juan
Antonio era un buen tipo, de esos que todas las madres quieren para
sus hijas, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni feo ni guapo,
simpático pero sin pasarse y muy atento. Pero ya estaba pillado. Por
Piluca, la niña bien de toda la vida que cae fatal a todas las
chicas y demasiado bien a todos los chicos. Volvió a sonar. Esta vez
lo cogió.
-¿Dime
Juanan?
-¿Qué haces?
-
Aquí en casa, acabo de llegar. Juanan, no es un buen momento,
dime que querías
-Tengo que hablar con alguien. Necesito hablar contigo. Es
Piluca, habíamos quedado y no se ha presentado. La he estado
llamando y nada, y no lee los whatsapp. Llevamos un tiempo raros,
pero me parece que esta vez algo no va bien. Me han dicho que la han
visto con un tipo alto y moreno montándose en un coche blanco.
-¿Ah, si?
-
Necesito hablar contigo Ana, necesito consejo tuyo
-Pues a buen sitio has ido a dar con tus huesos. En estos
momentos no te valgo de mucho Juanan.
-¿Puedo ir a verte?, ¿estás sola?
-Sí, estoy sola y no, no es buena idea que vengas a verme.
Juanan yo estoy pasando por una situación parecida. Alberto tampoco
se ha presentado a nuestra cita de esta tarde y ya me ha dicho que me
olvide de él. Aún no lo acabo de asimilar.
-¿Pero qué dices? Voy a tu casa ahora mismo. Si no me
abres me da igual. Y
colgó.
Ana
María se quedó mirando el teléfono un rato, ¿le apetecía hablar
con juanan?, ¿le apetecía oírle? Lo del consuelo comunitario nunca
le había llamado mucho la atención. Ella lo que de verdad quería
era hablar con Alberto. Piluca y un coche blanco le daban avisos en
alguna parte de su cerebro. ¡Qué tontería, imposible, una
coincidencia! Piluca, Piluca. Recordó aquella vez que vio escritas
las letras UCA en un papel roto en el suelo del coche. ¡Ay, Dios
mío! Se le empezó a revolver el vientre. Tenía que ir al baño. No
podía ser. Necesitaba hablar con Alberto de inmediato. Dignidad,
dignidad, dignidad. Otra vez su mamaíta.
Y
entonces se miró al espejo. Vio a una persona sin perfiles, sin vida
en los ojos y con unos hilos que salían de sus hombros y la impedían
decidir el movimiento:
“Mira
Ana María. Este es el reflejo de tu alma. Un alma cautiva de los
antojos de otro ser”. Déjate de dignidad y de chorradas de madres.
Lo peor, lo peor, te lo aseguro, es no ser dueña de ti misma. No
tener voluntad. La libertad es lo más grande que tienes simplemente
por nacer. No dejes que nadie te la arrebate. Tu alma nació libre,
fue libre, y debe ser libre. Tú deseas esa libertad. Te corresponde
por derecho. No permitas que nadie la viole. Tómala. Es tuya. Te
corresponde"
Entonces
le llamó de nuevo y esta vez le dejó un mensaje en el buzón de
voz
“Alberto, entiendo que quieres cortar conmigo. No te puedo
obligar. Por favor, vete diciéndome cuándo quedamos para que me
devuelvas el coche y el reloj. El resto te lo quedas”
Esta
vez si hubo contestación por whatsapp:
-Perdona? Esas dos cosas son mías. Tengo unos papelitos k lo
demuestran. Yo no tengo la culpa si te empeñas en pagar tú todo.
Olvídate del coche, del reloj y de mi. Besitos dulces, amor.
¿Voces
en su cabeza? ¿Sombras en el saloncito? ¿Ruidos en el pasillo? No.
Lo que Ana María oía eran risas y risas, pero risas a gritos. Y lo
que veía eran señores desnudos que bailaban en corro dejándola a
ella en medio. Se volvió a mirar en el espejo y ya solo había
oscuridad. Ni el alma, ni los hilitos. Nada. Todo se hacía de noche
y de día a la vez. Se cogió del pelo, ya sin rizos, y tiró y tiró
hasta que el dolor fue insoportable. Fue a la cocina, abrió el
armarito de arriba, el de todas los chismes y cogió el frasquito.
Ese con unas cosas que su madre le decía de pequeña: “Ana María,
que esto no son caramelos, eh” y se los tragó todos. Enterito. Se
sentó con la espalda contra la pared y las piernas estiradas y cerró
los ojos. Llevaba el abrigo aún puesto. Tuvo tiempo para pensar “¿de
qué me valió la espera?, él me robó el alma”
Y
se hizo de noche en toda ella. Se dejó de oir respirar a sí misma.
Notó que un hilito de saliva le corría de la comisura de los labios
al cuello. Ya no esperaría nunca más. Ya no amaría nunca más. Y
ya no sintió nada más.
Cuando
Juanan llegó al piso de Ana María, vio luz por debajo de la puerta.
Llamó al timbre y esperó. Llamó otra vez, por si acaso. Nada.
-¿Ana?,
¿Ana, me abres?.
En
una aspidistra del descansillo, Ana María guardaba una copia de las
llaves, por si algún día pasaba algo. Juanan lo sabía de la última
vez que la acompañó después de la cena de Navidad, y ella no podía
encontrar las llaves en su bolso. Cogió la llave y abrió.
-¿Ana?
¿Estás en el baño?
Dio
los primeros pasos hacia el baño y al pasar por la cocina vio la
figura de Ana torcida hacia el suelo.
-Pero
Ana, Dios, Ana, Joder, joder, Ana coño, Ana. … Ana…Levántate
Ana, vamos, camina, camina. No puedo contigo Ana. Por Dios, te lo
pido por Dios. ¿Qué hago? Ayúdame Ana, abre los ojos, por favor,
por favor te lo pido.
La
abrazaba y la zarandeaba a la vez. Vio el frasco de pastillas en la
mesa. Tenía que llamar al 112. No podía ser tarde. No podía ser.
-Hazla
vomitar si puedes. Métela una cuchara en la garganta, pero que
vomite. ¿Respira? súbele los brazos, échale la cabeza hacia atrás
para que entre bien la cuchara y consigue que vomite.
Eran
tantas órdenes a la vez... Le dio un buen bofetón. Le abrió la
boca como pudo y le metió la cuchara hasta el fondo. Le dio un
puñetazo en el pecho. La escuchó. Él no oía nada. Otra vez lo
repitió. “La voy a hacer daño en la garganta pero, ¿qué
importa?"
Y
otra vez, y otra. “Ayúdame Dios mío, ayúdame”.Y allí
apareció la ayuda en forma de espuma. La que le salía a Ana por la
boca; espuma de color rojo mezclada con trozos blancos, a la vez que
el 112 llamaba a la puerta.
-Me
cago en diez, joder. Por favor, por favor doctor, sáquela de ésta.
Juan
Antonio salió de la cocina para que los sanitarios pudieran hacer
bien su trabajo. Desde el pasillo la oyó toser. Poco más.
No
pensaba irse a ningún sitio. Estaba donde debía estar. Es más,
donde quería estar. Tanto tiempo a su lado en la oficina y no se
había dado cuenta de lo importante que era esa mujer en su vida
hasta este momento. Si ella se iba se llevaba algo fundamental de él.
Sus risas del café de la mañana; sus lágrimas cuando el déspota
del jefe la ponía a caldo; sus bailes sin ritmo en las fiestas y,
sobre todo, ese amar desinteresado que él bien conocía. Es que lo
conocía. Y ahora se daba cuenta de que lo anhelaba.
"Ana,
por favor, vuelve enterita y quédate conmigo”
Cuando
le dijeron que podía pasar, Ana estaba en el suelo, rodeada de
plásticos plata y dorados, con los ojos abiertos, y por fin le
sonrió.
El
se acercó, y le cogió la mano. Se la acercó a los labios y la besó
intensamente.
-Ana,
ni mil Pilucas me podrían compensar de tu pérdida.
-Juanan,
vaya trabajito que te espera conmigo.
E.Q.B.