abía una vez un rey que reinaba en un país no muy
lejano: EL REINO DE LA ALEGRIA.
Este rey tenía, entre otras cosas, un saco enorme lleno
de monedas de oro, para repartir entre sus súbditos cuando llegaran a mayores y
no pudieran trabajar.
Un día, en un país allende los mares, hubo un gran
terremoto que azotó a toda la Tierra, y las calles del Reino de la Alegría se hundieron,
con lo que el dinero que corría por ellas desapareció. Sólo quedó sin tocar el
gran saco de monedas de oro, porque el rey lo tenía escondido a buen recaudo.
-“Majestad – dijeron los dueños de los bancos-, no
olvidéis que, hasta hace poco, sus súbditos estaban contentos por el dinero que
nosotros tirábamos a la calle, y que después recuperábamos con creces. Esperamos
que ahora, que no podemos tirarlo, su majestad tenga la bondad de devolvérnoslo.
Sabemos que tiene un gran saco de monedas de oro”
-“Ciertamente –contestó el rey-, pero esas monedas son
para mis súbditos más viejecitos”.
-“¡Ah! –Contestaron los bancos- ¡Cuán desagradecido sois!
Si no nos devolvéis lo que con tanta generosidad os hemos dado, arrasaremos
vuestro reino, quemaremos los montes y secaremos los pantanos”
Ante esta amenaza, el rey no tuvo más remedio que meter
la mano en el saco de las monedas de oro e ir sacando de poquitos en poquitos
para evitar grandes disgustos.
Una noche, el rey tuvo un sueño. Los bancos y sus amigos
cada vez eran más ricos, y sus súbditos cada vez eran más pobres. Al paso de su
carruaje, la gente le tiraba cáscaras de plátanos y de pipas y cacahuetes: “Majestad
–le decían- ahí tenéis lo que sobra de nuestra comida”. Los caballos resbalaron
y el rey fue a dar con sus huesos frente a un gran letrero que ponía: BIENVENIDO
AL REINO DE LA TRISTEZA. “Médico, médico para su majestad”, gritaba el cochero,
a lo que la multitud contestaba: “Ya no hay, se fueron al reino de al lado,
porque aquí se morían de hambre”.
Esa misma mañana, el rey dictó una orden real, que mandó
gritar al pregonero por todas las esquinas del reino. Decía así.
Por orden del rey, a partir de hoy, todos aquellos que hayan
cogido más de cinco monedas de oro del saco, deberán ponerlas a disposición del
reino. Del enriquecimiento obtenido gracias a esas monedas deberán devolver al
reino al menos el 75%. Si han sacado las monedas del reino, deberán retornarlas
y también pagar por el enriquecimiento un 90%. Tan sólo a aquellos, que habiendo
cogido más de cinco monedas, se demuestre que las han utilizado para dar empleo al
menos a mil de mis súbditos, y no hayan enviado fuera de este reino ni una sola
de esas monedas, le será rebajado el porcentaje de 75% al 25%.
A aquel que no cumpla este mandato todas sus posesiones, y las de sus familias le
serán confiscadas, aquí o fuera del reino, debiendo trabajar el resto de su
vida por el bien común.
Los habitantes del Reino de la Alegría recibieron esta
noticia haciendo honor a su nombre. Se creó un comité de recogida de las
monedas que se iban devolviendo. Al cabo de un mes ya se había llenado el saco
casi entero. La mayoría de la población volvía a tener trabajo, y el rey mandó
organizar una gran fiesta a la que todos los súbditos estaban invitados no
teniendo nadie, excepto él, un puesto preferencial en la mesa.
Y colorín colorito, otro día otro cuentito.
E.Q.B.